
¿Alguna vez te imaginaste que tu pareja podría ser un alienígena… del espacio exterior? No, no es chiste ni una metáfora barata para un poema de amor fallido. En esta joyita de ciencia ficción de los 50, el verdadero terror no llega con naves invasoras sostenidas con alambres, sino desde el lugar más íntimo: la cama matrimonial.
Así, con esta premisa de recién casados, extraterrestres desesperados por aparearse con mujeres, vestidos con pantalones largos y que cuando los “desconectan” se vuelven gelatina (ponele), El PELADO Investiga les presenta: “Me casé con un monstruo del espacio exterior”.
2.- LA TRAMA DE LA PELÍCULA
“Me casé con un monstruo del espacio exterior” no es la típica historia de invasión extraterrestre que vienen a conquistar el planeta Tierra. De hecho, es bastante inusual dentro del género, sobre todo porque —sorpresa para la época— es una mujer la que lleva el peso narrativo y emocional de la historia. La protagonista no es una damisela en apuros, sino una esposa en apuros… pero no menos valiente por eso, más adelante hablaremos de ella.
Seguimos a Marge, una mujer que recién casada empieza a notar ciertas... peculiaridades en su flamante esposo, Bill. Y no hablamos de ronquidos, calcetines sucios o silencios incómodos. No. Bill, que antes era el novio ideal, parece haber mutado en un hombre frío, distante, y con la misma calidez emocional que un buzón de correos. Ya no bebe, ya no sale con sus amigos y ya no tiene ni media sonrisa para ofrecer.
Uno de los primeros indicios de que algo “realmente” anda mal viene del instinto animal —literalmente. Antes, los perros lo adoraban. Pero cuando Marge le regala un cachorro, la criatura responde con una agresiva antipatía que haría sospechar hasta al más enamorado. Poco después, el perrito aparece muerto en circunstancias que la película no aclara… pero que tampoco necesita detallar. El mensaje es claro: algo huele mal, y no es el perro.
Pero donde la cosa se pone más seria es en el plano íntimo. Después de un año de matrimonio, Marge sigue sin quedar embarazada, a pesar de los intentos. Visita a su médico, quien la revisa con ese profesionalismo casi clínico de los 50 y le asegura que su sistema reproductivo funciona perfectamente. “El problema debe estar del otro lado”, sugiere con la delicadeza de un bisturí.
Cuando Marge se atreve a plantearle a Bill la posibilidad de que él vea a un médico, él se tensa. Y no de la forma en que uno se tensa cuando tiene fobia a las agujas, sino con una incomodidad que delata algo más… profundo. Más inconfesable. Más… de otro planeta.
Desde ahí en adelante, la película deja de ser una historia de amor para transformarse en una pesquisa doméstica con tintes de thriller psicológico. Marge empieza a seguir las pistas, a sumar gestos raros, ausencias, miradas, silencios. Y en ese juego de sospechas y revelaciones, la pregunta no es si Bill le oculta algo. La pregunta es “qué” es exactamente ese hombre con el que comparte la cama —o al menos, el dormitorio.
Porque en el fondo, más allá del título exagerado, “Me casé con un monstruo del espacio exterior” habla de una inquietud muy terrenal: ¿qué pasa cuando la persona con la que decidís compartir tu vida resulta ser alguien completamente distinto de lo que creías?
3.- ANÁLISIS SOCIOLÓGICO DE LA ÉPOCA
“Me casé con un monstruo del espacio exterior” no solo es una curiosidad del cine de ciencia ficción de los años 50: también funciona como una ventana algo distorsionada pero reveladora hacia la psique colectiva de la época. Aunque venga disfrazada de película sobre invasores del espacio, lo que realmente pone bajo la lupa es el matrimonio —sí, esa institución todopoderosa y cuidadosamente empaquetada en celofán suburbano.
En los años cincuenta, el matrimonio era el santo grial del sueño americano. Una casa con jardín, dos hijos, dos autos en el garaje, y la comida lista a las seis en punto. Un modelo que prometía felicidad conyugal, estabilidad emocional y el tipo de paz doméstica que solo puede ofrecer una televisión en blanco y negro. Pero esa utopía venía con letra chica: el matrimonio no era solo una promesa, también era una sentencia. El “felices para siempre” implicaba una vida de rutinas, roles fijos y una estructura social tan rígida que ni los alienígenas pudieron cambiarla.
Hay otro aspecto que merece mención: el film se atreve a rozar un tema tabú para la época, el del sexo (y su ausencia). El código de producción impedía mostrar demasiado, así que la tensión sexual es sugerida, nunca mostrada. Bill y Marge no comparten cama, sino camas separadas, detalle visual que grita más de lo que calla. El mensaje es claro: hay una intimidad conyugal fracturada, un vacío sexual que podría leerse como metáfora de la impotencia masculina o de la profunda desconexión emocional entre los protagonistas. La pregunta que la película deja flotando en el aire es inquietante: ¿qué significa para una mujer tener relaciones con un hombre que no solo le genera desconfianza, sino que, además —literalmente— no es humano?
Ahora bien, ¿cuál es la moraleja? Difícil saberlo. Hay quienes han querido ver en el film una crítica feminista: la pesadilla de una mujer casada con un monstruo disfrazado de galán. Una fábula de advertencia sobre la explotación del cuerpo femenino bajo una fachada romántica.
4.- LA HEROÍNA
Contra todo pronóstico —y desafiando el título que parecía prometer otra damisela gritando con peinado perfecto y sujetadores tipo torpedo— “Me casé con un monstruo del espacio exterior” se da el gusto de presentar a una protagonista femenina que no espera ser rescatada por ningún galán bien vestido, apuesto y disparando a diestra y siniestra. Marge Farrell Bradley es quien lleva adelante la historia, y lo hace con determinación, sospecha activa y una saludable desconfianza marital que hoy llamaríamos “intuición afilada”, y que en los años 50 seguramente habrían tildado de "histeria femenina".
Porque sí, en esta película la mujer no está para adornar la escena ni para desmayarse estratégicamente en brazos de un héroe cuadrado. Marge no solo sospecha que su marido ya no es el mismo —y no hablamos de que haya dejado de bajar la tapa del inodoro— sino que se pone en marcha para descubrir ¿qué demonios está pasando? Su camino la lleva a confrontar silencios, miradas frías, perros que ladran (o mueren misteriosamente), y una sensación cada vez más clara de que la amenaza no viene del cielo... sino de la mesa del desayuno.
Y lo más llamativo: la historia está contada desde su punto de vista. Algo que, en el Hollywood de ciencia ficción de los años 50, era casi tan raro como ver a un extraterrestre pagando impuestos. Las mujeres en este tipo de cine solían quedar encajadas en dos moldes: o eran las eternas en peligro, gritando a cámara mientras tropezaban con sus propios tacos, o eran esposas modelo diseñadas para sostener la plancha en una mano y un bebé en la otra, con una sonrisa tan fija como sospechosa.
Pero Marge no es ninguna de esas. No busca que la salven, ni acepta mansamente el nuevo comportamiento de su flamante marido. En vez de resignarse a vivir con un extraño (o un alienígena con pretensiones de esposo funcional), decide investigar. Desobedece. Observa. Se hace preguntas. Y lo más subversivo de todo: exige respuestas.
En un contexto donde el cine solía tratar a las mujeres como objetos decorativos o premios para el protagonista masculino, “Me casé con un monstruo del espacio exterior”, propone una heroína que, sin capas ni super poderes, desafía la norma. No grita. No huye. Y no deja que la traten como si su única misión en la vida fuera planchar camisas intergalácticas.
Porque en esta historia, quien realmente enfrenta al invasor —literal y simbólicamente— no es un hombre, sino una mujer con coraje, cerebro y mucha más profundidad de la que el título deja entrever.
5.- SOBRE LOS ACTORES PROTAGÓNICOS
En cuanto al elenco, la película entrega más de una grata sorpresa. De entrada, no hay dudas: esta es la película de Gloria Talbott. Es su show, su drama y su alienígena de marido. Y probablemente sea también una de sus mejores actuaciones. Talbott transita con soltura esa delgada línea entre la víctima indefensa y la heroína que decide plantar cara, aunque su esposo sea un ente galáctico con agenda reproductiva. Su interpretación no solo sostiene la historia —que, seamos sinceros, no es fácil de digerir sin cierto compromiso actoral—, sino que logra que el espectador se suba a bordo del disparate con una mezcla de credulidad y empatía. Es su franqueza emocional, su miedo creciente y esa sensación de estar atrapada en una pesadilla suburbana, lo que le da peso real a una premisa que, en otras manos, podría haber caído en la parodia involuntaria.
Tom Tryon, por su parte, hace lo que puede... y no es poco. El guion no le exige mucho: su personaje básicamente debe lucir perturbador sin hacer demasiado esfuerzo. Con su expresión impasible y una sobriedad que roza lo vegetal, logra componer a un marido extrañamente amenazante. No se sabe si va a besar o a secuestrar, y esa ambigüedad —si bien no del todo intencional— funciona.
6.- LOS INVASORES
La premisa no podría ser más directa... ni más desquiciada: un grupo de extraterrestres provenientes de un tal Planeta X —¿casualidad o parentesco evolutivo con aquel inquietante “Ser del Planeta X” de la película homónima de 1951? — llega desde la lejana galaxia de Andrómeda (porque, claro, cuando se trata de elegir vecindario galáctico, mejor irse a lo clásico). Su misión no es conquistar ni destruir, sino algo mucho más mundano: encontrar pareja. Resulta que en su planeta las mujeres han desaparecido —por causas no muy detalladas— y la especie está al borde del colapso reproductivo. Así que estos galanes interplanetarios, sin apps de citas disponibles, aterrizan en la Tierra con la esperanza de procrear con mujeres humanas y garantizar su continuidad.
La cosa empieza cuando Bill, tras una despedida de soltero probablemente poco memorable, atropella algo o a alguien en un camino forestal. Sale del auto, y, claro, el cuerpo desaparece — porque, ya saben, extraterrestres con manos insectoides brillantes tienen esa manía de ser escurridizos. Y justo cuando nuestro protagonista los descubre se desploma a un costado del coche, y un humo negro lo cubre y lo abduce. La escena cambia, y él aparece al día siguiente llegando tarde y confundido a su boda con Marge. Todo sigue su curso, como debe ser, hasta que, en la luna de miel en un hotel, la joven esposa empieza a notar que algo en su esposo no cuadra: su expresión es tan congelada que podría competir con un maniquí.
La cosa se pone seria cuando Marge, cansada de fingir que no pasa nada, decide seguir a su esposo en uno de sus paseos nocturnos. Lo que descubre en el bosque cercano no es exactamente una escena romántica: ve cómo de Bill sale un humo negro que se transforma en su verdadera forma alienígena antes de que entre en un ovni. Y para rematar la sorpresa, al acercarse al cuerpo que Bill dejó vacío, lo encuentra sin vida.
Pero no termina ahí el drama. Desesperada, Marge busca ayuda en el bar local y llama a la policía, pero en su pueblo parece que la incredulidad es un deporte nacional. Ni un alma le cree. Intentando no rendirse, intenta enviar un telegrama al FBI, pero el telegrafista (claro, el típico personaje con mano propia para tirar mensajes a la basura) descarta su aviso sin pestañear.
Entonces se da cuenta de que no solo su esposo ha sido “secuestrado” por estos invasores, sino que varios hombres de Norrisville —quizás todos— están bajo el mismo hechizo alienígena.
Mientras tanto, los amigos de Bill comienzan a comportarse raro: esos mismos solteros que juraban nunca casarse, ahora se casan como si les pagaran por ello. Y claro, Marge no va a quedarse sentada viendo cómo le roban a sus vecinos y su esposo. Finalmente, confronta a Bill y él le revela la verdad: su planeta natal está al borde de la extinción por la falta de hembras, y por eso han invadido la Tierra para reproducirse. La mala noticia para Bill es que, aunque él se haya casado con Marge, sus especies no son compatibles... aún.
Pero no todo está perdido para los alienígenas: sus científicos están trabajando en mutar los ovarios de las mujeres terrestres para que puedan parir bebés extraterrestres. La cuestión ya no es si esto sucederá, sino cuándo.
Y aquí viene el giro: mientras los extraterrestres toman los cuerpos de los hombres de la Tierra, empiezan a cambiar ellos mismos, desarrollando sentimientos humanos y aprendiendo —poco a poco— lo que significa el amor. Así, el invasor frío y calculador se vuelve, aunque a regañadientes, un estudiante de la naturaleza humana.
7.- LA NATURALEZA DE LA PELÍCULA
A pesar de su título digno de cartel de feria “Me casé con un monstruo del espacio exterior”, esta película no es lo que parece. O, mejor dicho, es mucho más de lo que promete. Lejos de ser una simple historia de alienígenas con manos insectoide brillante, el film se inserta dentro de una línea más introspectiva del cine de ciencia ficción de los años 50: esas “invasiones silenciosas”, donde el enemigo no baja en una nave ruidosa, sino que se instala en lo cotidiano. En la mente. En la casa. En la cama matrimonial.
En ese sentido, el largometraje comparte ADN con clásicos como “Vinieron del espacio” (1953), “Invasores de Marte” (1953) o “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956), probablemente la más célebre del subgénero. Todos relatos donde la paranoia es protagonista, y el verdadero terror no viene del cielo, sino de la sospecha: ese instante en que te das cuenta de que tu vecino, tu mejor amigo o tu propio esposo podría haber sido reemplazado por algo que se le parece… pero no es.
En esta línea de lecturas cruzadas, es imposible no recordar otra producción contemporánea: la británica “La Diabla de Marte” (1954). Allí, la marciana Nyah representa una amenaza mucho más compleja que los clásicos invasores intergalácticos. Es fría, autoritaria, poderosa… pero también desesperada. Viene de un mundo donde los hombres fueron diezmados tras una guerra entre sexos, y su misión es reclutar “machos humanos” para salvar su especie. Así, su invasión se convierte en una metáfora incómoda —sobre todo para un público británico de los 50— acerca de qué pasa cuando las mujeres deciden que no van a seguir cumpliendo el rol pasivo que les asignaron.
Nyah no destruye ciudades ni lanza rayos: viene a negociar desde una posición de poder. Y en eso, tanto ella como Marge —aunque estén en lados opuestos del conflicto— se conectan. Ambas ponen en jaque el orden establecido. Ambas son figuras que confrontan, de un modo u otro, esa utopía conservadora del hogar feliz, donde todo parece perfecto… siempre y cuando nadie haga demasiadas preguntas.
“Me casé con un monstruo del espacio exterior”, entonces, se inscribe en esta tradición de películas que usan la ciencia ficción como espejo de las ansiedades sociales. Bajo su apariencia de cine B, lo que realmente explora es el miedo a que lo conocido deje de serlo, a que la identidad —la propia y la ajena— se vuelva inestable. Porque si tu pareja puede ser un monstruo… ¿quién te dice que vos no lo seas también?
Su historia, transcurre en el pueblo ficticio de Norrisville, California, primo hermano de Santa Mira, el escenario de “La invasión de los ladrones de cuerpos” (1956). Ambos son esos pueblitos modelo que parecen haber sido diseñados por un comité de moralistas: limpios, ordenados, blancos, conservadores y, por supuesto, profundamente inquietantes cuando se mira debajo de la alfombra.
8.- ESCENAS ICÓNICAS
Aunque la película tenga sus tropiezos argumentales y cierta falta de lógica extraterrestre, no se puede negar que ofrece momentos cinematográficos realmente memorables. Algunas escenas destacan no solo por su composición visual, sino por la forma en que logran transmitir una incomodidad tan palpable como elegante.
Una de las secuencias más logradas aparece temprano, durante la luna de miel de Marge y “Bill”. Ambos están en el balcón del hotel, contemplando la bahía bajo la noche estrellada, en lo que debería ser un momento romántico digno de postal. Pero no. En lugar de ternura, lo que se respira es tensión, frialdad, y una sutil pero clara sensación de que algo no encaja. Su esposo actúa de forma tan desconcertante —como si estuviera aprendiendo a ser humano con un manual mal traducido— que Marge empieza a sospechar.
La atmósfera logra transmitir con precisión ese extraño distanciamiento: no estamos ante una joven pareja en pleno idilio, sino frente a dos desconocidos que comparten espacio y silencio. El montaje y la fotografía en esta escena son posiblemente lo más refinado del film. Y el momento cumbre llega cuando, iluminado por un rayo de luna, (literal), se revela fugazmente el verdadero rostro de “Bill”. Sorpresa y desconcierto garantizados.
Pero quizá la escena más inquietante —y, sin dudas, una de las más efectivas— es la que protagoniza Francine, la prostituta del pueblo interpretada con notable calidez por Valerie Allen. Ya hemos pasado suficiente tiempo con ella como para preocuparnos por su destino, lo cual hace que su última escena tenga verdadero peso emocional. Una noche, Francine se acerca a una figura encapuchada que mira el escaparate de una tienda. La cámara se mantiene paciente, sin apurarse, mientras ella se aproxima con su actitud de siempre, mezcla de seducción y rutina.
La figura se da vuelta (hacia ella, no hacia nosotros), y vemos cómo su expresión se transforma: de curiosa a confundida, de ahí a horrorizada, y finalmente al grito desgarrador que marca su final. Es entonces cuando la cámara nos revela el rostro tubular y la mano insectoide del invasor, y por primera vez presenciamos el rayo desintegrador en acción. Que esta muerte impacte no es casualidad: Francine no era solo un personaje de paso. Nos caía bien. Y su desaparición, en medio de esa escena fantásticamente dosificada, deja una marca.
9.- SOBRE LA PELÍCULA
“Me casé con un monstruo del espacio exterior”, fue rodada en apenas diez días y con un presupuesto de 175.000 dólares, pero a pesar del presupuesto apretado y el tiempo contra reloj, la película logra un extraño encanto que no se basa precisamente en sus efectos especiales.
Los extraterrestres, por ejemplo, están más cerca del carnaval que de la ciencia avanzada. La producción optó por el clásico recurso de “hombre enfundado en traje de goma”, una tradición honorable del cine B, y aunque no eran particularmente originales, lo cierto es que su aspecto —caras tubulares, manos como tentáculos o pinzas— tenía lo suyo. Inquietantes, sí. Elegantes, no tanto. Esos tubos tan característicos estaban destinados, según los planes iniciales, a ser parte de un sistema de respiración alienígena… pero algo se perdió en la traducción y terminaron integrándose directamente al diseño anatómico.
Más curiosa aún es la anécdota de los pantalones. Originalmente, los alienígenas iban a usar pantalones cortos. Sí, como si vinieran del espacio listos para jugar un picadito. Pero el protagonista Tom Tryon, con un sentido de la dignidad admirable, se negó rotundamente a filmar con esa indumentaria, así que los alienígenas finalmente usaron pantalones largos. Porque una invasión interplanetaria puede ser ridícula, pero con las piernas cubiertas, por favor.
¿Y esa sustancia viscosa que chorrea de las ropas cuando los alienígenas pierden el control de los cuerpos humanos hacia el final? Sí, es gelatina. Sin misterios, sin efectos costosos. Un recurso tan simple como eficaz, que logra darle al clímax una textura… inolvidable. El espectáculo del cuerpo deshaciéndose en baba alienígena funciona sorprendentemente bien, y no sería raro pensar que se inspiraron en el efecto de disolución de duplicados de la icónica “La invasión de los ladrones de cuerpos”. Al fin y al cabo, si vas a robar, róbale al mejor.
En cuanto a efectos especiales, hay tres momentos claves que sorprenden, especialmente por lo que logran con tan poco.
El primero y más impactante: los rostros alienígenas que se “translucen” a través de los humanos. Un efecto mate sencillo pero ejecutado con pulso firme, que gracias a la atmósfera lograda por el director Gene Fowler, funciona mejor de lo que debería.
El segundo: el resplandor blanco que rodea a los invasores, una solución estética para disimular que, debajo, hay simplemente actores disfrazados de monstruos.
Y el tercero, quizás el más ambicioso, es el humo negro que invade a los cuerpos humanos. Un recurso técnico difícil de lograr con realismo, ya que el humo es un enemigo natural del trabajo en mate, pero aun así cumple su función: no parece humo terrestre, y eso basta.
10.- ACIERTOS Y FALLAS
No todo en “Me casé con un monstruo del espacio exterior” brilla como platillo volador bajo la luna llena. El guion, por ejemplo, tiene más agujeros que una coladera intergaláctica. Para empezar: si estos extraterrestres necesitan mujeres humanas para salvar su especie, ¿por qué complicarse la vida con cenas, anillos y votos matrimoniales? ¿No sería más práctico, aunque menos romántico, simplemente secuestrarlas y listo?
Y eso de ir al bar a pedir tragos que no beben... ¿cuál es la lógica ahí? ¿Costumbre alienígena o simple ganas de levantar sospechas? El plan de infiltración extraterrestre, en lugar de ser sigiloso y clínico, se va convirtiendo en una comedia de errores.
Un caso dolorosamente ejemplar es el de James Anderson, que aparece fugazmente interpretando a un forastero con porte de gánster de medio pelo. Él es el primero en prestarle atención a Marge y en sospechar que algo huele a azufre en este pueblo demasiado tranquilo. Con su aire de “algo voy a cambiar”, parecía destinado a convertirse en un segundo protagonista o, al menos, en una pieza clave del engranaje. Pero no. Lo despachan a mitad de metraje sin permitirle hacer más que levantar la ceja y morir. Así, sin gloria ni redención.
11.- CLÍMAX DE LA PELÍCULA
Cuando el plan maestro de repoblar su especie con mujeres humanas empieza a venirse abajo —más por falta de consentimiento que de ovarios compatibles—, los alienígenas entran en pánico. No por la humanidad, claro, sino porque se les terminó la fiesta galáctica. Los invasores que aún deambulaban por el pintoresco pueblo corren hacia la nave nodriza como si fuera el último colectivo interestelar. Pero uno a uno, los cuerpos ocupados por los alienígenas comienzan a colapsar, derritiéndose en una especie de gelatina cósmica que se escurre por la ropa vacía. Un espectáculo entre grotesco y poético, como si la ciencia ficción hubiera tenido un arrebato existencialista.
El último en caer es, claro, Bill. O, mejor dicho, el ser que lo habitaba. Logra llegar al interior del OVNI justo a tiempo para ver el desastre. Y en un gesto sorprendentemente humano —demasiado humano—, suelta el arma de rayos mortales y se rinde, solo para poder despedirse de Marge. Un momento que roza lo trágico, pero con el toque de redención que Hollywood siempre agradece. Tras su colapso, el verdadero Bill es liberado, aparentemente ileso y, ahora sí, listo para casarse con Marge... pero esta vez como corresponde: sin tentáculos ni mentiras.
La película cierra con el jefe de policía —también infiltrado por los extraterrestres— comunicándose con sus superiores antes de disolverse en el mismo destino gelatinizado que sus camaradas. Su informe final es conciso: “Operación Tierra, ha fracasado. Recomendación: seguir adelante, buscar otro planeta, otro sistema solar, tal vez una galaxia donde los humanos no se den cuenta tan rápido... o estén más dispuestos a ser esclavizados” La cámara se aleja y vemos la flota abandonar la Tierra, dejando tras de sí un cielo despejado y una advertencia implícita: no todos los matrimonios arreglados terminan bien, especialmente si uno de los novios viene de Andrómeda.
12.- ¿QUÉ MENSAJE NOS DEJA?
“Me casé con un monstruo del espacio exterior” puede parecer, a simple vista, un título sacado de una feria de horrores… pero si uno se detiene a mirar, descubre que es mucho más que gomaespuma y rayos cósmicos. La película se presta a múltiples lecturas, algunas tan sorprendentes como incómodas, abordando temas que en los años 50 no solían asomar en la superficie de las producciones de Hollywood —y mucho menos en una de bajo presupuesto.
Por momentos, pareciera que la película revela más de lo que realmente quiere decir. Tal vez sin proponérselo, desnuda las tensiones sociales, los mandatos de género, las ansiedades conyugales y los miedos a la pérdida del control —todo envuelto en una historia de ciencia ficción que, con un poco de audacia, se anima a señalar lo que muchos preferían ignorar.
Pero aún con ese paso en falso, “Me casé con un monstruo del espacio exterior”, deja picando una pregunta que atraviesa décadas: ¿cuánto de lo que amamos es realmente lo que creemos? ¿Y qué pasa cuando el otro —ese que duerme a nuestro lado— empieza a parecer… otra cosa?
13.- EPÍLOGO
Al igual que “El ataque de la mujer de 50 pies” (1958) —menos lograda, sí, pero con un simbolismo que grita a través de cada plano exagerado—, “Me casé con un monstruo del espacio exterior” se anima a mezclar lo impensado: melodrama conyugal, monstruos de otro planeta y una pizca de investigación protofeminista. Un cóctel que, para la época, era más explosivo que cualquier rayo alienígena.
Mi calificación para “Me casé con un monstruo del espacio exterior”, es un 10 PELADO Investiga.
Y si, “Me casé con un monstruo del espacio exterior”, te dejó inquieto, no te preocupes: no sos el único que sospecha que su pareja podría ser de otro planeta. Mientras que los extraterrestres de “Vinieron del Espacio”, solo querían arreglar su nave y seguir viaje, y las vainas de “La invasión de los ladrones de cuerpos” borraban tu esencia sin pedir permiso, acá el horror es mucho más íntimo: ¿y si el monstruo no vino a destruirte… sino a amarte?
El PELADO Investiga
→ Fecha Estreno: 05/02/1956
→ Título: I Married a Monster from Outer Space
→ Duración: 78 minutos
→ País: Estados Unidos
→ Dirección: Gene Fowler Jr.
→ Género: Ciencia ficción. Extraterrestres. Body Horror. Serie B
→ Actores icónicos: Tom Tryon, Gloria Talbott
