EVILSPEAK


Imaginá esto: un cadete con menos estabilidad emocional que un Windows 95, acosado por cuatro inadaptados que apenas pueden coordinar una neurona colectiva. Como castigo ejemplar —porque nada corrige mejor el bullying que más castigo— lo mandan a limpiar el sótano de la capilla de la academia. Allí, entre telarañas, humedad y mala iluminación, descubre una cámara secreta con grimorios en latín que nadie se tomó el trabajo de esconder bien.

El muchacho, que no puede completar una flexión, pero sí armar un laboratorio satánico, baja con una vieja Apple II para traducirlos… y, sorpresa, el espíritu de un cura excomulgado decide reaparecer desde el monitor como si fuera un antivirus poseído. Obsesionado, el chico abraza el satanismo con más entusiasmo que al deporte, y usa sus nuevos poderes para vengarse de sus acosadores con la sutileza de un martillo neumático. ¿Qué puede salir mal?

Así con esta premisa de terror de los 80, donde nada tiene sentido, pero que intenta asustar (ponéle) El PELADO Investiga les presento: “Evilspeak”


LA NATURALEZA DE LA PELÍCULA
“Evilspeak”, también conocida como “El Mensajero de Satanás”, “El Legado del Diablo”, o esa película que quiso ser “Carrie” pero terminó siendo “Carrie con Commodore 64”, es una de las joyas involuntarias más ridículas que produjo el terror ochentoso. El film se vende como una variación del clásico del 76, donde un desvalido se venga con el poder sobrenatural… aunque acá el “poder” tiene más de fallo informático que de fuerza infernal. Todo eso condimentado con la obsesión tardosetentosa por el diablo, el ocultismo y el pánico satánico que dejó joyitas como “El Bebé de Rosemary”, “El Exorcista” y “La Profecía”.

Nuestro protagonista vive en un nivel de nerviosismo tan extremo que parece estar a un pestañeo de convertirse en tostada humana. Clint Howard, con su eterna cara de “recién me enteré cómo funciona el mundo”, aporta ese aire infantil y asombrado que hace que su personaje, sea simpático sin quererlo. La película, originalmente etiquetada como terror serie B, fue recortada casi tres minutos porque, aparentemente, había un límite para lo ridículo incluso en los ‘80.

La premisa es tan gastada que podría venir gratis en la caja de un VHS: chico frágil, acosado hasta por los piojos, encuentra en el satanismo la solución a sus problemas. Ochentas en estado puro. Muertes hiperbólicas, gore derramado como si fuera un efecto de oferta, y un guion que creía estar haciendo historia, pero apenas logró hacer fotocopia de fotocopia mojada.

Nuestro muchacho es una eminencia deportiva… en el sentido de que destaca únicamente por su incapacidad sideral. En un campo de fútbol saturado de testosterona y olor a desodorante barato, el chico aprende que la vida no perdona a los torpes, especialmente si vienen con historial de traumas. Sus acosadores —cuatro luminarias de la estupidez humana— no notan que están empujando a un inestable emocional al abismo. ¿Y la academia militar? Un templo cristiano proselitista que, en vez de crear soldados, parece fábrica de descerebrados uniformados. Un ambiente ideal… si tu objetivo es destruir la salud mental de alguien en tiempo récord.

Estrenada en plena era donde la gente creía que reproducir casetes de audio al revés te poseía, “Evilspeak” se suma a las primeras películas en mezclar tecnología cotidiana con fuerzas sobrenaturales. Un cruce extraño, torpe, pero pionero, lo cual siempre suma puntos en el museo del delirio cinematográfico.

LOS ANTAGONISTAS
El grupo de acosadores es, sinceramente, un insulto al concepto de “villano”. Son cuatro inadaptados que no dan miedo, no imponen respeto y apenas logran coordinar dos neuronas entre todos. Encuentran en el protagonista el blanco perfecto para compensar su propia falta de personalidad, criterio y actividad cerebral, usando sus inseguridades como si fueran juguetes de feria.

Estos muchachos, cuyo carisma podría medirse con la misma tecnología que mide humedad ambiente, se dedican a ridiculizar al protagonista en cada ocasión posible. Su hobby favorito es empujarlo a situaciones absurdas frente a las autoridades, donde él, pobre tipo, no sabe ni cómo defenderse. Y así, con una mezcla letal de crueldad gratuita y estupidez sistemática, logran dejarlo expuesto, humillado y cada vez más cerca de su futuro colapso demoníaco.

AGUJEROS DE GUION
La computadora empieza a comportarse de forma rara incluso antes de que nuestro protagonista termine el ritual, lo cual abre un buffet libre de preguntas que jamás tendrán respuesta.

¿De qué manera exactamente el espíritu del padre Esteban hackea la computadora? ¿Tiene plan de datos del infierno? ¿Wifi satánico?

Si su presencia demoníaca ya puede encender monitores, activar pentagramas digitales y matar gente estilo “telequinesis del inframundo”, ¿para qué hace falta completar el ritual? Y, ya que estamos: ¿el libro para qué sirve? Mata a quienes lo tocan, pero después de la secretaria devorada por los chanchos, desaparece del guion como si hubiese pedido licencia gremial, para aparecer en otra escena en manos del protagonista.

¿Por qué el padre Esteban o Satanás no hicieron nada cuando los cuatro acosadores irrumpieron en el sótano? ¿Ese día no tenían turno?

Cuando el protagonista descubre el sarcófago del padre Esteban —una gigantesca cruz de piedra rodeada de esqueletos—, todo esto, estaba oculto detrás de… una cortina. Sí, una cortina de tela. Nada más. Aparentemente, los responsables de la academia, jamás tuvieron curiosidad por ver qué había detrás, lo mismo que el sótano debajo de la capilla. Impresionante la seguridad de esa institución militar, señores.

Luego tenemos la escena donde los cuatro acosadores, borrachos y acompañados por unas chicas que claramente no saben dónde se metieron, bajan al sótano. Encuentran los libros antiguos, el ordenador, al cachorrito… y, poseídos por el poder del padre Esteban vía monitor de PC (porque al parecer el mal absoluto opera como videollamada de baja calidad), el líder mata al cachorrito En la pantalla aparece: “ritual incompleto: no es sangre humana”, en un gesto de sinceridad administrativa digno de una impresora multifunción del inframundo.

Cuando el protagonista encuentra el cuerpo del perrito, se desploma en un trance de dolor, furia y melodrama justo al pie del sarcófago de piedra. La computadora se prende sola, aparece una cruz invertida y detrás de él vemos una explosión sobre el nombre del sacerdote muerto. Sí, una explosión digital. Porque nada dice “venganza demoníaca” como un efecto visual digno de un videojuego de 1983

LAS MUERTES GORE
Como toda película de terror de los 80 que se toma a sí misma demasiado en serio, tenemos a la inevitable secretaria atractiva, cuya función principal es existir para que la cámara la persiga. Ella le roba el grimorio a nuestro protagonista, después de que él lo deja caer torpemente en el cesto de basura de la oficina del director.

La secretaria se siente hipnotizada por el pentagrama con supuestas piedras preciosas incrustadas en la tapa de cuero. Intenta arrancarlo con un destornillador, como si el libro fuera una piñata mística. Ese gesto, por razones mágicas o por simple capricho del guion, enloquece a los cerdos mientras nuestro protagonista los limpia.

Mientras tanto, la joven pasa por la obligatoria escena ochentosa de desnudez gratuita: se desviste, y se dirige a la ducha, escena que no aporta absolutamente nada a la historia excepto satisfacer la lista de “contenido para libidinosos” de la época (y, seamos honestos, de ahora también). Y cuando menos lo espera, es atacada en la ducha por un cerdo… acompañado por otros dos. No hay explicación de cómo entraron a la casa; simplemente sucedió, como todo lo demás en esta película. La escena cierra con el libro desapareciendo y un coro musical que intenta ser como el del gran Jerry Goldsmith para “La Profecía” pero termina siendo “La Profecía versión película barata de los 80”.

Más tarde, nuestro protagonista intenta darle de comer a su cachorro —regalo del cocinero—, pero por algún motivo que determina esa escena sin sentido el guion, decide treparse a una biblioteca. Se tambalea, se cae, tira un montón de libros y despierta al encargado del sótano, que estaba durmiendo aferrado a una botella de whisky, cual retrato viviente del empleo público más triste. Lo acusa de haberle robado su palanca (sí, su palanca), y cuando amenaza con torcerle el cuello al cachorro, se arma la pelea. El ordenador se prende solo, aparece un pentagrama centelleante con pitido incluido, y una fuerza invisible estilo “Linda Blair enojada” le da vuelta la cabeza al encargado. Así, sin anestesia, sin explicación, sin nada.

Luego, más adelante, en otra escena, aparece otro militar que encuentra al protagonista frente al ordenador, totalmente ido, como si hubiera rendido finales toda la noche. En la pantalla, el padre Esteban vuelve al ruedo junto al pentagrama brillante y aparece el mensaje “human blood”. Esas instrucciones le llegan directo al cerebro de nuestro híbrido viviente en trance, que se lanza sobre el militar y lo arroja contra un candelabro con puntas en el techo. Lo ensarta como si fuera una brochette humana. Acto seguido, recoge su sangre en el cáliz, y falto que en la pantalla apareciera esta leyenda: “ritual satánico exitoso”

CLÍMAX DE LA PELÍCULA
Nuestro héroe toma la sangre del cáliz e invoca al demonio como si estuviera siguiendo un “tutorial definitivo para rituales que salen mal”. En otro plano, el sarcófago en forma de cruz —porque el diseño gótico extremo nunca es demasiado— explota en dos como si fuera de telgopor inflado. Frente al ordenador, su cara muta a la del padre Esteban, que recita plegarias satánicas con la convicción de un audiobook vengativo grabado en una tarde de domingo.

En la capilla, el capellán intenta dar un sermón que nadie toma en serio, mientras un brazo del Cristo crucificado decide hacer su debut actoral. Un líquido gris comienza a chorrear cayendo sobre la Biblia desde un clavo que empieza a moverse… hasta que sale disparado y le perfora la frente al capellán, un accidente digno de manual de “utilería homicida”. Los cadetes entran en pánico, resbalan, gritan, se tropiezan y al acercarse a la puerta está bloqueada, porque la trama prefiere el desorden al sentido común.

La computadora se vuelve una catarata de gráficos imposibles y, sin explicación alguna, aparece la figura de una mujer desnuda. Nuestro protagonista, ahora criatura híbrida entre chancho y carnero, levanta la espada ceremonial y ¡paf! La capilla explota como si fuera el último acorde de un recital de heavy metal. Entre las llamas, levita con el pelo parado por efecto “ventilador de película clase b” y se acerca para decapitar al coronel con toda la teatralidad que le permiten los cables que le sostienen y la ausencia total de leyes físicas.

Entra la caballería… o, mejor dicho, los chanchos. Porque sí, la película claramente pensó que necesitaba animales enfurecidos para elevar la tensión. Empiezan a despedazar acosadores al ritmo de chillidos estilo “death metal porcino”. El líder de los abusivos se esconde en la sacristía, pero un chancho rompe la puerta de un trompazo y lo corre como si fuera un cameo en una versión oscura de “Babe, el chanchito valiente”. Mientras tanto, nuestro vengador volador sigue decapitando cadetes y al coach, cuyo muñeco de yeso, usado en lugar del actor, estalla en pedazos como si la escena hubiera sido patrocinada por un corralón de materiales.

El líder intenta salvarse huyendo al sótano del ritual, donde el encargado aparece vivito, coleando y con la cabeza correctamente orientada, pese a que había muerto de forma no reversible. Lo agarra con la calma de quien prepara un té y le arranca el corazón sin magia, sin esfuerzo y sin consultar al guion, porque, a estas alturas, la lógica ya presentó la renuncia.

Cierra la obra maestra con texto en pantalla:

“En estado de shock y con síndrome de abstinencia catatónica, atribuido a haber presenciado la muerte en llamas de sus queridos amigos y profesores, Stanley Coopersmith, único superviviente del trágico accidente en la capilla de la Academia West Andover, fue ingresado en el manicomio de Sunnydale. Allí permanece hasta el día de hoy”.

El cierre de esta película es digno de terapia intensiva cinematográfica:

“Por las cuatro bestias que están delante del trono,
Por el fuego que rodea el trono,
Por el nombre santísimo y glorioso, Satanás.
Yo, Stanley Coopersmith, volveré, volveré”.

Última imagen: su rostro digitalizado acercándose a cámara, recordándonos que incluso el trauma puede tener CGI y mala resolución.

¿QUÉ MENSAJE NOS DEJA?
A pesar de que “Evilspeak” es, en muchos aspectos, un accidente cinematográfico convertido en largometraje, la película conserva ciertos elementos que la vuelven interesante dentro de su propio caos. No es un buen film, ni pretende redimirse desde lo técnico, lo narrativo o lo conceptual. Pero, como ocurre a veces con las obras fallidas, algo en su interior permanece, no como calidad, sino como documento. Como huella.

Lo primero que destaca —irónicamente— es su intento temprano de fusionar lo sobrenatural con la tecnología doméstica. Antes de que las computadoras personales formaran parte de la vida diaria, este film imaginó un universo donde un demonio podía operar desde un monitor monocromático y transformar una máquina rudimentaria en un portal infernal. En su torpeza, prefiguró un subgénero que décadas después explotaría en narrativas donde lo digital se vuelve amenaza, hasta los horrores de red profunda. La idea estaba ahí; la ejecución no acompañó, pero el germen existió.

Otro aspecto rescatable es su retrato —exagerado, sí, pero reconocible— del bullying sistemático y la fragilidad emocional del protagonista. Más allá del descontrol gore y del tono desquiciado, subyace algo genuino: la soledad de un adolescente que nunca encontró un lugar seguro. El film intenta, a su manera brutal, mostrar cómo un entorno opresivo puede convertir a alguien vulnerable en un recipiente para la violencia, la ira y la desconexión. No lo desarrolla con sutileza, pero ahí está, enterrado bajo litros de sangre falsa.

También hay un valor histórico en su existencia misma. Es hija directa del pánico satánico, de ese período donde la cultura pop, la religión y el temor moral chocaron de frente. Es un registro cultural involuntario del miedo social hacia lo desconocido, lo oculto y la tecnología naciente. En su delirio, refleja fielmente un estado de ánimo colectivo: el terror a lo nuevo —ya sea digital o espiritual— y la ansiedad de una época en transición.

EPÍLOGO
Al final del día, es una de esas películas que sobreviven no porque hayan hecho algo bien, sino porque hicieron demasiadas cosas mal de una manera tan ruidosa, tan desprolija y tan genuinamente absurda, que terminan siendo imposibles de ignorar. Es cine basura, sí, pero es esa basura brillante que uno encuentra en un cajón y no tira porque, por algún motivo inexplicable, todavía fascina.

Mi calificación para “Evilspeak”, es un 2 PELADO Investiga

Pero si hay algo que realmente se rescata, es su espectacular falta de vergüenza. Su atrevimiento para ser grotesca sin pedir disculpas. Su convicción absoluta de que un chancho homicida y un monitor verde pueden sostener el clímax de una historia. Hay una honestidad brutal en semejante equivocación. Una especie de valentía involuntaria.

Al final, “Evilspeak” no es buena, no es profunda y no es importante. Pero es un recordatorio perfecto de que, en el cine, el desastre también tiene valor: nos hace reír, nos hace fruncir el ceño, nos hace preguntarnos cómo diablos se aprobó el guion… y, en el fondo, nos recuerda que hasta lo peor puede dejar huella.

Y esa, lamentablemente, es su gran victoria.

El PELADO Investiga

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